miércoles, 3 de abril de 2019

Ruta II: Tarazona - Talamantes




 Nos sentamos en el coche y no sabemos muy bien dónde ir. El cielo está gris, y conocemos el dicho "en abril, aguas mil".

Cogemos carretera y las nubes deciden seguirnos. Talamantes nos parece un buen destino. Es un pueblo que está a las faldas de las Peñas de Herrera, en el Moncayo, al que ya hemos ido en otras ocasiones, pero al que nunca nos cansamos de visitar.




 Es medio día, así que queremos comer al aire libre. Empieza a llover, pero nos agrada sentir las gotas de lluvia en nuestra piel. El Planeta necesita agua; los campos la anhelan, los animales la buscan... ¡Cuánto bien nos hace!

Sin embargo, comienza a diluviar y decidimos resguardarnos en el primer sitio cubierto que vemos; la parada del autobús, repleta de sacos de sal para el deshielo. Desde ahí, comienza nuestra verdadera aventura.




Se abre un claro entre las nubes, y ahí está. La naturaleza nos reclama, pero creemos conveniente fotografiar antes el pueblo. Al fin y al cabo, es precioso por sí mismo. Cuanto la lluvia cesa, un camión de alimentos utiliza la bocina para avisar que ha llegado. Los vecinos salen a la calle, y nos saludan con una sonrisa particular.

Somos desconocidos, pero nos hacen sentirnos como en casa: "Que vaya muy bien, y tengáis mucha salud". Qué gusto da viajar así.

Es increíble cómo los colores, vivos,
de las fachadas, nos motivan a seguir
caminando.

Nos está llamando. La madera contrasta
con las rocas.
Cuántas historias hay detrás de esas ventanas.

Nos sentimos vivos,
y el pueblo lo está también.

Hay vida en él, aunque ya nadie queda
fuera de su hogar.
Hace frío, y la tormenta permanece amenazante.



Sigue nuestra ruta,
intentamos ver más allá de lo que a simple vista podemos ver.

La Iglesia de San Pedro Apóstol, del siglo XVI se abre paso entre las ramas del único árbol de la plaza.

Las aves vuelan,
desordenadas,
buscando un cobijo;
alimentos,
ilusión.

Nosotros nos sentamos,
no querernos olvidarnos nunca de ese olor. Queremos regalarnos unos segundos a nosotros mismos.


Humedad, vegetación, felicidad.

De pequeños instantes se crea la eternidad.

Las ruinas del Castillo, construido en el año
1175, nos hacen sentirnos seguros.
La Orden del Temple, en 1210 se hizo cargo de él, pero más tarde pasó a manos de la Orden de San Juan del Hospital, hasta 1780 (como el Castillo de Añón, del que hablaremos en la próxima entrada).

Conocer su historia nos hace preguntarnos, "¿Cuántos ojos lo habrán visto antes que nosotros?, ¿cuántas manos lo habrán tocado?"

Los pájaros pasan encima del muro Norte, quizá desconociendo que la parte Sur de la construcción falló desfigurando el patio de armas. El Terreno en el que estaba cedió, y una parte de la historia se fue con él.

Pero sigue siendo bello. Entero o destruido, lo que fue, es y seguirá siendo aunque nuestros sentidos no puedan volverlo a conocer tal cual fue antaño.

Ahora sí,
una vez que nos hemos nutrido de patrimonio cultural, queremos sentir el mundo escondido entre los barrancos de Valdeherrera y Valdetreviño.

Más vida, desde luego.

No ha llovido demasiado, pero del suelo brota una verde vegetación que nos atrapa y no podemos creer lo bonito que está todo.





















Aprovechamos la tranquilidad para apreciar el silencio.
Se escucha a los animales ser libres, a los árboles competir con la brisa. A nosotros, respirar.
Nos llenamos de energía, y caminamos.
Caminamos por rincones que nunca antes habíamos visto.





















 Siempre se puede descubrir algo nuevo.
Por mucho que hayas estado ahí cien mil veces antes.






El agua está presente en todos los rincones,
los insectos caminan junto a nosotros,
y nos damos cuenta que ellos también están impresionados.

Qué suerte tenemos de estar vivos.

Filas perfectamente ordenadas, 
de hormigas,
nos recuerdan que la tormenta sigue encima de nosotros.

Pacientes, hermanadas, contribuyen las unas con las otras para buscar alimentos. Entre cuatro transportan la comida. Suplican, sin decirlo, que no nos interpongamos en su camino, pues si una se despista, todas morirán al no saber encontrar su hogar.

¿Acaso los seres humanos aprenderemos a darnos la mano y a no juzgarnos? 
¿A ayudarnos, y no derribarnos los unos a los otros?

Nos vamos, pero antes, miramos arriba y el Cielo nos hace un último regalo:



Las Peñas de Herrera.
Casi se pueden tocar.


Nuestro trayecto no ha acabado, pues de camino, decidimos investigar y nos atrevemos a buscar algo que nos inspire todavía más.



Aparcamos,
andamos,
y ahí está:


Más ruinas, más historia. Vestigios de un pasado olvidado, caminando entre las sombras del pasado.




 Seguimos nuestra ruta. Tarazona nos está esperando, pero no podemos irnos a casa sin visitar nuestro segundo hogar:



El Bar el Cultural, en el Paseo Fueros de Aragón, 14. El café de allí es increíble, y qué decir de los camareros; siempre dispuestos a charlar, y a compartir su tiempo con nosotros.

Recordad que quien pasa sus segundos junto a vosotros, es alguien a quien hay que cuidar. Al fin y al cabo, el tiempo es lo único que no se puede recuperar jamás. Por eso, aprovecha, disfruta, vive.

Viaja, aunque sea a diez metros de donde estás ahora mismo. Abre los ojos, mira más allá, lee entre líneas, y date la oportunidad de ser feliz.

Te lo mereces.

Recuerda a las personas que te importan lo que significan para ti, todos necesitamos escucharlo de vez en cuando.


¡¡ NOS  VEMOS  EN  LA  SIGUIENTE  AVENTURA!!

No hay comentarios:

Publicar un comentario